jueves, 27 de marzo de 2008

Estrellas

Un dolor agudísimo se instaló, vibrante, en el interior de su cráneo. Era un dolor que arrasaba todo a su paso: palabras, imágenes, deseos, contradicciones. Ardiente y violento, el agónico latigazo se hizo un hueco en su cerebro y floreció en largos e inacabables pétalos.

Sintió la rabia y furia. La vieja rabia. La vieja furia. Compañeras de toda una vida que la habían arrullado desde el día en que había abierto los ojos a un mundo asqueroso. Antes de abrir los ojos no había habido dolor, ni flores agónicas de largos e inacabables pétalos. Antes sólo había habido el lento fluir de las tardes –hermosas tardes-, el tibio crujir de días de libros y láminas de colores, las palabras libres, flotando por doquier, palabras acompañándola suavemente por las calles cubiertas de hojas secas.

Vieja rabia, vieja furia, impotencia de saberse perdida a posta, acompañada de tan débiles armaduras. Todo lo que había elucubrado se había cumplido. Si hubiese hecho una quiniela, habría hecho el quince. Había caminado por un mundo de alucinaciones, nombrándolas a su paso, sin que nadie jamás se voltease a ver. Era difícil sortear las luces de colores que vosotros creéis realidades completas.

Ahora se odiaba por haber perdido la única libertad que le es dada al ser humano: la de rebelarse y morir. Porque quien ama y es amado renuncia a la salvaje ilusión de ser libre y morir –querer morir no es una contradicción, amigo camus-. Querer morir es querer dejar atrás el cuerpo y las cadenas de un deambular eterno. Es zafarse de las cuerdas que nos atan a la lógica (ilógica), a la rutina (descontrolada), a los prejuicios y a los juicios que nos nublan la vista cada día un poco más. Querer morir es afirmar la vida –una vida pura, intocada, incontaminada por las mentiras-. Cuanto más deseaba morir, más amaba la vida –pero no esta vida, sino lo que debería haber sido-. Querría haberse librado del fastidio de una existencia nebulosa y fantasmagórica y vivir plenamente. Porque la vida es lo más valioso que tenemos, y quitárnosla es el acto más sublime, más exquisito, más tierno. Es casi como ser dios.

A esa libertad renuncias al amar. El placer de imaginar tu muerte se convierte en una fantasía perversa, secreta, vergonzosa. Porque has entregado tu vida, y con ella, tu muerte. Y solo te quedará la nostalgia de imaginar con cruel precisión la cuerda que se balancea o, para los afortunados con bañera en casa, la sangre en el agua, y el agua en la sangre, disolviéndose…

Y renuncias a emprender tu viaje a las estrellas, a desprenderse de este cuerpo que pesa para volver a casa a contemplar puestas de sol. Tus cadenas, que quiero, me alejan cada día más del firmamento y me anclan en un mundo horrendo, y sin embargo, sobre ellas bailo y canto y doy piruetas, y soy la equilibrista sonámbula, y a ellas me agarro para no caer en el abismo sin fondo de los días perdidos, y ellas me agarran para que un día, sin querer, no me eche a volar hacia las estrellas rumbo a mi pequeño planeta.