miércoles, 2 de julio de 2008

Republicana de tercera

Pido un café con leche en un bar y despliego El País. Estarán contentos los editores del (no tan) ilustre periódico socialista: han perdido a un fiel cliente, pero han ganado una joven lectora. Mal que bien pertenezco a la generación digital, y por más que no suela comprar la edición analógica, esa que cruje entre los dedos y que huele a noticia recién inventada, al menos los sigo a diario por internet. Y no anda el horno para bollos como para despreciar la fidelización de nuevos lectores. Lo hago, la verdad, por puro masoquismo. Me alegraría leer a Haro Tecglen, ese señor (me corrijo, ese monstruo) cuyos escritos no entendí hasta que fue demasiado tarde para todos: para él, que murió y dejó vacía su columna (y el periódico), para mi padre, que lo siguió durante años y al fin murió también, quien sabe si de cáncer o de aburrimiento por la falta de los brillantes escritos del niño republicano, y para mi, que me quedé sin ninguno de los dos para consolarme. En verdad creo que mi miseria sería un poco menos miserable si al menos pudiera leer a Tecglen –ahora que por fin lo entiendo-, aprender de él lo que no estuve a tiempo de aprender de mi padre, pero no hay modo, los dos se han ido y tal vez ahora maten el tiempo en algún cielo en el que ninguno de los dos creía, o más posiblemente en algún café republicano mientras comentan las olvidadas épocas de la postguerra. Ahora –tarde ya, maldita sea, demasiado tarde- entiendo que Tecglen buscaba con sus artículos lo mismo que mi padre con sus historias: conservar viva la memoria de la Segunda República. Memoria para cuya destrucción se han destinado millones de pesetas, y de euros, y de horas de silencio. Setenta años han pasado ya desde que naciera mi padre, setenta años desde que el último baluarte de la República se hundiese, y todavía seguimos igual; no aplica la frase de “ni olvido ni perdón”, porque lo cierto es que olvido hay, y mucho, y perdón quién sabe, en fin, ya deben estar todos los rojos muertos (¿cuántos quedan? que levanten la mano), y si no lo están poco le falta. El olvido se cuenta por millares: por millares de cuerpos desaparecidos, nunca devueltos. Quisiera pensar que las historias de mi padre no fueron en vano, que consiguió meterme en la cabeza que nos robaron una república que él conocía sólo de segunda mano. Yo la conozco de tercera, pero harán falta aún muchas generaciones para borrar de nuestra memoria que ese gobierno fue nuestro, que nos lo robaron vilmente, no se si con nocturnidad pero con alevosía seguro, y que nunca ha sido restituído. Hoy, si Tecglen estuviera vivo, me gustaría mandarle una carta diciéndole que no se apure, que aún quedamos unos cuantos para mantener el cuento vivo, para contarle a nuestros hijos -si es que algún día encontramos trabajo para poder tenerlos sin el justo temor a que se mueran de hambre- que de transición a la democracia nada (¡ladrones!). Tecglen no está ya, su espacio quedó vacío, y queda un poco más vacío cada día que no escribe en él. Mi padre se fue y sus pinceles y pinturas acumulan polvo, de su boca ya no saldrán más cuentos ni de sus manos manifiestos anarquistas. Quizá sea poco que ofrecer a cambio, pero quedo yo, pobre como soy, sin ningún talento para dibujar y el justito para escribir; joven, precaria, y además, por si todo ello no fuera bastante, mujer. Anarquista de segunda, republicana de tercera, pero contestataria e inconforme por mérito propio. Hoy abro El País por el final, doy un sorbo al café y me doy a la interminable e inútil tarea de recomponer mentalmente la columna de Tecglen. (Perdón por la falta de estilo, pare. Hago lo que puedo).

1 comentario:

Na Galaena dijo...

Nunca leí a Tecglen, pero estaría orgulloso. De ambos.